Guerra de Granada, 1491

En la primavera de 1491, Isabel I de Castilla se quedó en Alcalá, con el príncipe y las infantas, para gobernar el reino y atender la subsistencia y las necesidades de los 20.000 guerreros que había conseguido reunir Fernando II de Aragón para esta campaña. Los infantes provenían de las ciudades de Andalucía y de las gentes que acompañaban a los nobles en liza. Entre ellos, estaban los marqueses de Cádiz y  de Villena, el gran maestre de Santiago, los condes de Cabra, de Cifuentes, de Ureña y de Tendilla, don Alonso de Aguilar y otros ilustres y nobles capitanes que representaban. El ejército partió desde Sevilla, pasando por Baena, penetrando en la vega de Granada.

El 26 de abril, el ejército acampó a dos leguas de la corte del antiguo reino de los Alhamares. En el palacio árabe de la Alhambra, Boabdil celebró un gran consejo con sus alcaides y alfaquíes sobre lo que se debería hacer para la defensa de la ciudad.

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En la capital del emirato vivían unas cien mil personas entre lugareños y emigrados. Eran hombres y mujeres que se habían negado a vivir como musulmanes sometidos, o mudéjares, de acuerdo con las condiciones de rendición que se les ofrecieron en poblaciones como Huesear, Zahara, Málaga, Alcalá de los Gazules y Antequeruela. Estos últimos formaron su propio barrio, la antequeruela. Por entonces había en Granada pocos mozárabes (cristianos que sobrevivieron a las generaciones de gobierno musulmán). Los demás habían sido deportados, porque los gobernantes de la ciudad los consideraban una amenaza militar. En Granada también vivían judíos, pero sus costumbres y su alimentación eran musulmanas, y su idioma oficial, el árabe.

Además de las huestes de veteranos, había unos diez mil jóvenes en edad y actitud de manejar las armas. Abundaban las provisiones en los almacenes y el suministro de agua estaba asegurado gracias a las copiosas aguas que bajaban del Darro y el Genil que, como se decía, se «casaban» casi al lado de la ciudad. Un poeta musulmán preguntaba en uno de sus escritos…

“¿Por qué alardeará tanto El Cairo de su Nilo si Granada tiene mil Nilos?”.

Por un lado, las escabrosas montañas de Sierra Nevada ofrecían una buena protección. Por otro, contaba con un circuito de casi tres leguas de muralla, todo ceñido y cercado con edificios, fortalecida con muchas torres de defensa y doce puertas. Conscientes de todo ello, acordaron seguir resistiendo, quedando decretada y organizada la defensa.

Ante la dificultad de reducirla por la fuerza, Fernando determinó bloquear la ciudad y hacer una correría de devastación por el valle de Lecrín y la Alpujarra, de cuyos frutos se abastecía la ciudad. El marqués de Villena se situó en avanzadilla, incendiando aldeas y recogiendo ganados y cautivos. El rey y los condes de Cabra y de Tendilla sostuvieron serias refriegas con los montañeses y con la hueste de Zahir Abén Atar que les disputaron los difíciles pasos. Tras la campaña, los cristianos regresaron a la vega, acosados por la guerrilla de Zahir.

Se plantaron las tiendas de los caudillos y las barracas de los soldados en orden simétrico, formando calles como una población, y cercando el campamento de fosos y cavas. Tras deliberarlo, la reina Isabel con el príncipe, las infantas y las doncellas que constituían su cortejo, se trasladaron al campamento de la vega, lo que fue recibido con una gran subida de moral para las tropas. Cuando llegaron, el marqués de Cádiz destinó a su soberana el rico pabellón de seda y oro que él había usado en las campañas. Las damas se acomodaron en tiendas menos suntuosas, pero de elegante gusto. A parte de gobernar, Isabel se dedicó a inspeccionar todo lo relativo al campamento, cuidando de las provisiones y de la administración militar. A caballo y armada de acero, muchas veces pasó revista a las tropas para alentarlas.

Indignados por poder ver el campamento cristiano desde las murallas, los granadinos empezaron a salir diariamente  solos o en pequeñas bandas y cuadrillas a provocar a los caballeros españoles a singular combate. Los cristianos los aceptaban, para ostentar su lujo y su gallardía y por hacer gala de su valor ante las damas de la corte que presenciaban aquellas luchas, y premiaban con sus finezas o sus aplausos el arrojo, el brío o la destreza de los mejores combatientes. En uno de estos lances, un ágil y arrojado cabalgador musulmán saltó los fosos, brincó empalizadas, atropelló tiendas, clavó su lanza junto al pabellón de la reina, y volvió a su campo sin que hubiese quien le alcanzara en su veloz carrera. Después de esto y de perder unos cuantos buenos soldados, el rey decidió prohibir entrar en estas provocaciones.

Continuara…

La batalla de los Condes, 23 de junio de 1287

Dentro de la guerra de las vísperas sicilianas, el 8 de junio de 1283, la flota del reino de Aragón, comandado por Roger de Lauria, y la de Nápoles se enfrentó en las aguas de Malta, saliendo victoriosos los aragoneses. Dominando las aguas italianas, Roger se dedicó a provocar a los angevinos atacando el resto de la campaña la costa calabresa, Nápoles y Posilipo.

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Roger de Lauria

Finalmente, en ausencia de Carlos I de Sicilia, el príncipe Carlos de Salerno armó una escuadra para ir al encuentro de los aragoneses, siendo atacado cerca de Nápoles el 5 de junio de 1284. Después de un primer contacto, de Lauria fingió retirarse hacia Castellamare, pero detuvo la marcha e inició el combate en el Golfo de Nápoles, consiguiendo destruir a la flota angevina. El príncipe fue hecho prisionero y encerrado en Sicilia.

A comienzos de 1285, Carlos I de Sicilia murió en Foggia, siendo nombrado su sucesor su hijo, Carlos II de Sicilia, el cojo. Pero como este todavía era prisionero de Aragón, la regencia pasó a su sobrino Roberto II de Artois y Gerardo de Parmo.

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Moneda de Roberto II de Artois

En febrero de 1286, Roger de Lauria atacó el Languedoc, a lo que los franceses respondieron invadiendo Cataluña, con la intención de disminuir las posibilidades de aprovisionamiento de naves y hombres. A pesar de todo, Bernardo de Sarriá y Berenguer de Vilaragut atacaron en verano la costa de Apulia.

Debido a la presión que efectuó el papa Honorio IV, se decidió paliar la superioridad naval aragonesa con una gran flota que asaltase Sicilia. Prepararon 43 galeras en Sorrento y 40 más en Brindisi pero, al estar separadas, tenían que encontrar la manera de unirse. Las naves de Brindisi, abandonaron la villa en abril, al mando de Reynald III Quarrel, conde de Avella, desembarcando el 1 de mayo en Augusta, tomando la ciudad y el castillo.

Tan pronto como Jaime II de Aragón se enteró, envió una escuadra de 40 galeras al mando de Roger de Lauria. Cuando llegaron, no había rastro de la flota angevina que utilizó Augusta como una maniobra de distracción para sus naves, bordeando la isla por el sur para unirse a la flota de Sorrento, al mando de Narjot de Toucy.

Los aragoneses se dedicaron a rastrear la costa italiana para anular la amenaza, descubriendo a las naves angevinas el 23 de junio en Nápoles, tan cerca de la ciudad que no podían atacar. A pesar de estar en franca inferioridad numérica, Roger se percató de que contaba con una tripulación y soldados más experimentados en la batalla, por lo que decidió atraer a sus enemigos iniciando un bombardeo de la ciudad.

La escuadra angevina, al mando de Roberto II de Artois, formó su línea de batalla en cinco escuadrones, cada uno comandado por un conde: Reynald III Quarrel, Hugo de Brienne, conde de Brienne, Jean de Joinville, conde de Aquila y Guido de Montfort, conde de Nola, cada uno con su galera insignia, con cuatro galeras a cada lado y dos detrás, y la del almirante, con dos más por delante. El resto de galeras se situaron en reserva, y dos naves escoltaron los estandartes papal y angevino.

Lauria usó su táctica de retirarse hasta dispersar a la escuadra enemiga para contraatacar por los flancos, atacando los remos y abordando las naves. La batalla duró todo el día, pero los aragoneses consiguieron salir victoriosos, capturando 40 galeras y 5.000 prisioneros, incluyendo a la mayoría de la nobleza angevina.

En 1288, Aragón y Nápoles firmaron los tratados de Oloron y Canfranc, pactando una tregua de dos años y la liberación de Carlos II de Sicilia. Carlos II de Anjou fue liberado, siendo coronado en Rieti el 29 de mayo de 1289, recibiendo del papa el título de Carlos de Palermo y el de rey de Sicilia.

Batalla de La Rochelle, 22 de junio de 1372

En 1368, Enrique de Trastámara comenzó a negociar con Carlos V de Francia, buscando contrarrestar los efectos de la coalición que Pedro I había formado con Inglaterra. Por su parte, el francés vio la oportunidad de conseguir la poderosa flota castellana, que le daría muchas oportunidades de éxito en la guerra de los cien años. El 20 de noviembre, se firmó un acuerdo de cooperación militar en el que Castilla debería aportar el doble de naves que los franceses en las operaciones navales conjuntas que se desarrollaran a partir de entonces.

En 1369, con el respaldo marítimo de Castilla, Carlos V reanudó  las hostilidades de la guerra de los Cien Años con Inglaterra, violando así el Tratado de Brétigny. Dentro de su estrategia de conquista de plazas fuertes inglesas, el rey francés pretendía redoblar el cerco sobre La Rochela, punto clave para el control del Ducado de Guyena, en poder de Inglaterra. Por ello pidió la colaboración naval castellana, y Enrique II envió unos 21 barcos, la mayoría galeras, al mando del almirante genovés Ambrosio Bocanegra, sucesor en el cargo de su padre Egidio. Acompañando al almirante, se encontraban Fernán Ruiz Cabeza de Vaca, Fernando de Peón y Ruy Díaz de Rojas (jefe de las naos).

Eduardo III de Inglaterra, consciente de la importancia de dicha plaza, propuso su defensa a toda costa. Interrumpió el comercio de lana con Flandes, empleando los barcos que se utilizaban para ese menester, y tiró de abundantes recursos para formar una flota de 36 naos y 14 naves de transporte al mando de su yerno Juan de Hastings, conde de Pembroke. Además, iban en ella naves de transporte con hombres, material y dinero destinados a la guerra en la Guyena.

La primera flota que llegó a La Rochelle fue la inglesa, avistando a las naves castellanas el 21 de junio. Bocanegra decidió acercarse para estudiar la situación, tras una pequeña escaramuza, observó que los ingleses contaban con barcos de gran calado, por lo que decidió retirarse. Los marinos ingleses, enardecidos, pregonaron la actitud cobarde del genovés.

Al día siguiente, la bajamar dejó varada a la flota inglesa, momento que había estado esperando Bocanegra para lanzar sus galeras, más ligeras y con un menor calado. Con un enemigo inmovilizado, los castellanos utilizaron sus bombardas para arrasar las cubiertas, matando 800 ingleses y desbaratando la totalidad de las naves enemigas. Se incautaron 20.000 marcos y se apresaron unos 280 caballeros, incluyendo al conde de Pembroke. Estos, no fueron los únicos prisioneros, ya que los castellanos decidieron capturar el resto de la tripulación, unos 8.000 hombres. Fue algo inusual para la época porque se solía degollar o tirar por la borda a los que se rendían. La pérdida de flota, hombres y dinero inglés, produjo que La Rochelle viera su capacidad defensiva drásticamente reducida.

Por si fuera poco, en el viaje de regreso a Santander, Bocanegra apresó otros cuatro barcos ingleses en la latitud de Burdeos. Pembroke y 70 caballeros que describieron…

“De espuelas doradas”.

Fueron enviados a Burgos, a la presencia de Enrique, que los entregó a Bertrand du Guesclin, condestable francés. Más tarde, el conde de Pembroke murió durante su cautiverio. En agosto, tropas francesas y la coalición marítima con Castilla, hicieron que los ingleses abandonaran La Rochelle, dificultando enormemente la capacidad de defender el territorio de la Guyena.

La gran victoria castellana permitió que se convirtiera en la primera potencia naval del Atlántico, otorgando así mayores posibilidades mercantiles a sus marinos (fundamentalmente cántabros). Estos mercaderes sustituyeron a los ingleses en Flandes, llegando a construir un almacén en Brujas. Los ingresos obtenidos de las exportaciones propiciaron un auge económico castellano, y Burgos se convirtió en una las ciudades más importantes de Europa Occidental.